Una mañana, en el Retiro de Nazaret, meditando un anuncio me encontré con una expresión que resonó de una manera muy especial en mi corazón: “descalzarse para entrar en el otro”. Le pregunté al Señor qué significaba esto. Se me ocurrían palabras como respeto, delicadeza, cuidado, prudencia.
Me sentí impulsada a leer las palabras del Éxodo (3,5): “No te acerques más, sácate tus sandalias porque lo que pisas es un lugar sagrado”. Fueron las palabras de Yaveh a Moisés ante la zarza que ardía sin consumirse y pensé: “Si Dios habla al interior de mi hermano, su corazón es un lugar sagrado”.
No tardé en ponerme en oración Jesús me presentaba uno a uno a mis hermanos de comunidad y luego a otros, y descubrí cómo habitualmente entro en el interior de cada uno sin descalzarme, simplemente entro; sin fijarme en el modo, entro. Experimenté una fuerte necesidad de pedir perdón al Señor y a mis hermanos.
Sentí que el Señor me invitaba a descalzarme y luego a caminar. Inmediatamente experimenté una resistencia: “no quería ensuciarme”. Me resultaba más seguro andar calzada. Vi, entonces, dos cosas básicas que me impiden entrar descalza en los otros: la comodidad y el temor.
Vencido ese primer momento comencé a caminar y el Señor a cada paso iba mostrándome algo nuevo.
Advertí cómo descalza podía descubrir la alternativas del terreno que pisaba, distinguir lo húmedo y lo seco, el pasto de la tierra, necesitaba mirar a cada paso lo que pisaba, estar atenta al lugar donde iba a poner mi pie. Me di cuenta de cuántas cosas del interior de mis hermanos se me pasan por alto, las desconozco, no las tengo en cuenta por entrar calzada, con la mirada puesta en mí o dispersa en múltiples cosas.
Pude ver también cómo descalza caminaba más lentamente; no usaba mi ritmo habitual, sino tratando de pisar suavemente.
Donde mis zapatillas habían dejado marcas, mi pie no las dejaba. Pensé entonces: “¡Cuántas marcas habré dejado en el corazón de mis hermanos a lo largo del camino!”. Y experimenté un gran deseo de entrar entrar en los otros sin querer dejar un cartel que decía: “Aquí estuve yo”.
Por último fui atravesando distintos terrenos, primero el pasto, luego un camino de tierra hasta llegar a una subida y con piedras. Sentí deseos ya de detenerme y volver a calzarme, pero el Señor me invitó a caminar descalza un poquito más. Adevertí que no todos los terrenos son iguales y no todos mis hermanos son iguales.
Por tanto, no puedo entrar en todos de la misma manera. Esta subida me exigía caminar aún más lentamente y cuanto más suavemente pisaba, el dolor de mis pies era menor.
Esto me decía: “cuanto más difícil sea el terreno del interior de mi hermano, más suavidad y más cuidado debo tener para entrar”.
Después de este recorrido con el Señor pude ver claramente que descalzarme es entrar sin perjuicios, atenta a la necesidad de mi hermano, sin esperar una respuesta determinada, es entrar sin interés, despojada de mi alma.
Porque creo, Señor, que estás vivo y presente en el corazón de mis hermanos, es que me comprometo a detenerme, descalzarme y entrar en cada uno como en un lugar sagrado.
Cuanto, Señor, para ello con tu gracia.
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