jueves, 9 de abril de 2009

Viernes Santo

Eran poco más de las tres de la tarde cuando Jesús inclinó la cabeza y murió. Los que le amaban se habían estremecido al oír su último grito. Y aun los soldados, indiferentes, habían conocido unos segundos de emoción. Era el final. La mano de Juan se hizo más cálida sobre el hombro de María y sintió cómo ella temblaba. Oyó un gemido sordo de Magdalena, luego un llanto que parecía no tener fin. Ninguno de ellos entendía nada. Se sentían vacíos. Sus cabezas se negaban a pensar. El mundo, las cosas, la vida, parecían haber perdido todo su sentido. Estaban asombrados de seguir viviendo cuando todo se hundía.
Fue entonces cuando oyeron el trueno bajo sus pies. Un ruido sordo primero, tremendo después, semejante al galopar desbocado de una manada de búfalos que huyera de estampida bajo la tierra. También lo percibieron el centurión y los soldados que custodiaban las cruces. Sus manos corrieron, por instinto, hacia sus armas y se pusieron en pie, alarmados.





Jesús ha muerto ... clavado en la Cruz, dándo la vida por "cada uno de nosotros": es el signo más grande de Amor que la humidad haya conocido. Sabemos que venció la muerte y el dolor. Pongamos en esa Cruz nuestros dolores y tristezas, para que junto con Jesús nos resucite en una vida nueva, vida de paz.

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