Hace casi dos años que regresé de Filipinas donde viví 18 años como misionero. Fue para celebrar los 20 años de la misión de los Sacerdotes del Corazón de Jesús (Dehonianos) en esas islas.
Ser misionero en tierras lejanas es un llamado que había recibido ya en mi noviciado y que fui madurando durante los años de formación, en las misiones de verano en el Chaco, con comunidades de aborígenes Tobas, y en mi inserción en los barrios populares del Gran Buenos Aires.
Así como había experimentado el dolor de mi partida, ahora me tocaba vivir la alegría del reencuentro con la gente que me acompañó y me ayudo a crecer como sacerdote, misionero y consagrado.
¡Que lindo fue reencontrarme con la comunidad de aborígenes higaonons de la aldea de Besigan! Fue totalmente providencial que pudiera ir a esa remota aldea, ya que justo estaba agendada la misa dentro de los pocos días que yo estuve en Cagayan de Oro. Los aborígenes son los más pobres de los pobres en Filipinas. Desplazados y olvidados, viven en pequeños pueblitos de las sierras, donde plantan batatas, café, coco, maíz, bananas y algunas hortalizas. Habíamos cultivado una amistad muy linda con la gente de esta comunidad que fuimos formando con varias misiones en las que participaron jóvenes, matrimonios y seminaristas. Siempre me quedaba a pasar la noche en la casa del líder laico Pasaylo. Su hija Elsie fue una de las primeras que se recibió de la secundaria junto con otros 10 adolescentes que estudiaron con la ayuda de nuestra congregación en otro pueblito de esta parroquia donde hay una escuela. Hoy este programa cuenta con un hogar en Mambuaya donde residen 30 adolescentes higaonons. Cuatro de los muchachos que se recibieron este año, ingresaron al seminario de nuestra congregación. Esto es increíble para mí, y me llena de gozo y gratitud. Lo que comenzó como un granito de mostaza, hoy ha crecido y está dando mucho fruto.
También pude reencontrarme con la comunidad de mi primera parroquia: Margosatubig, en la diócesis de Pagadían. Allí trabajamos mucho con los jóvenes quienes me tenían preparada una sorpresa. La mayoría de los que eran jóvenes en el 1994, cuando dejé esa parroquia, ahora están casados y tienen hermosos hijos. Después de celebrar la Eucaristía , compartimos el almuerzo y nos contamos nuestras experiencias de Dios y de servicio a la Iglesia. Pasé la noche con una de estas familias, la de Michael y Merlyn que tienen ya 5 hijos. Fue una gracia muy especial para mi poder ver los frutos de nuestro trabajo de pastoral juvenil, ya que ellos siguen participando activamente en su comunidad que ahora está liderada por sacerdotes del clero diocesano, quienes también me recibieron con mucho afecto.
Otro don de la Providencia fue que en el mes de Mayo se celebraban los 10 años de KASANAG, una fundación que está al servicio de las niñas y jóvenes victimas de abuso sexual, que inicié con el apoyo de mi congregación y la ayuda de algunos docentes y de matrimonios de Encuentros Matrimoniales en la Ciudad de Cagayan de Oro, al norte de Mindanao. Hoy KASANAG, que significa "Luz", sigue creciendo, bajo la guía de sacerdotes de mi congregación y de un grupo de profesionales que acompañan el proceso de recuperación de las 31 chicas que están en la residencia y de otras que viven con familiares o en familias adoptivas. El Arzobispo Mons. Antonio Ledesma presidió la misa, y luego de la cena hubo lo que ellos llaman "Programa" que es una serie de números musicales, danzas, cantos, coreografías, entre palabras alusivas de personas que hicieron a la historia de esta institución. Por supuesto que yo también tuve que hablar. De entre muchos milagros, mencionaré solamente al de Imelda. Una niña de 6 años que conocí en Margosatubig, hija de una mujer esquizofrénica, que deambulaba sin hogar ni paradero fijo. Con la ayuda de algunas familias que la aceptaron en sus hogares, y después con la asistencia de la gente de KASANAG, pudo estudiar, recibirse de psicóloga y hoy está felizmente casada y trabajando en otra institución que sirve a los niños de la calle, que está bajo la dirección de la congregación de los Pobres Siervos de la Divina Providencia.
En Manila, donde pasé mis últimos tres años, me esperaban los niños del centro pastoral de las hermanas del Divino Salvador, a quienes acompañé como sacerdote. Estos son niños en situación de riesgo o víctimas de abuso de barrios muy pobres. Cuando me vieron llegar a la capilla donde funciona este centro, se vinieron corriendo a abrazarme. Los invité a nuestra casa de formación donde jugamos, comimos, me contaron sus historias y cantaron y bailaron para mi. Los filipinos aman el canto y el baile.
Habría mucho más para contar, son muchos años, muchas personas, comunidades, muchos caminos recorridos e historias compartidas... ¡Tendría que escribir un libro!
Hoy el Señor me quiere en Argentina, aunque yo considero que me formé como sacerdote en aquellas lejanas tierras. Una amiga religiosa filipina me dijo consolándome al despedirme "Ahora podrás llevar a tu país la experiencia de un sacerdote misionero en Asia". Y sí, tengo que decir que los pobres de Filipinas, me cambiaron la vida, y que por medio de ellos el Señor me inflamó aún más con su amor y su ardor misionero.
La esencia y la razón de ser de la Iglesia es la misión, porque como dice San Pablo: "El amor de Cristo nos apremia" 2 Cor 5, 14
P. Eduardo Agüero SCJ
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