No se puede abordar la vida de Jesús a sangre fría, porque ahí se juega el destino del hombre: Jesús se presenta como el Maestro de la vida.
Sus lágrimas nos conmueven aún más al aproximarse el domingo de Ramos, donde asistimos a una especie de triunfo del Señor que no le lleva a engaño. Pocos días antes de su crucifixión, lleva sobre sí a toda la humanidad, a toda la historia, a todo el universo, a la luz de esta revelación formidable que hará de la muerte de
Dios una afirmación de su omnipotencia.
¿Cómo puede llorar Dios? ¿Qué significa esto? ¿No se repite hasta el infinito que Dios es omnipotente? Pues bien, no: lo que Dios ha revelado al mundo es precisamente el fracaso de un Dios que se revela como amor, que no es otra cosa que amor. ¿Y qué puede hacer el amor? Sólo amar. Y cuando el amor no encuentra amor, cuando siempre choca con un rechazo obstinado, se queda impotente, y sólo puede ofrecer las propias heridas. Si Dios no se hubiese comprometido con nuestro destino y nuestra historia hasta morir en la cruz, sería un Dios incomprensible y escandaloso. Por
suerte, Jesús nos ha librado de tal escándalo y na abierto los ojos de nuestro corazón: él imprime en lo más hondo de nuestra alma ese rostro de un Dios silencioso, de un Dios incapaz de obligarnos y que se entrega en nuestras manos, de un Dios que nos concedeun crédito insensato; de un Dios, finalmente, que no puede entrar en nuestra historia sin el consentimiento de nuestro amor.
Quien no se aleja de sí mismo para tomar contacto con Jesús no puede pretender haberlo encontrado
(M. Zundel, Sántille, Cinisello
B. 1990, 98s).
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